Abandono de animales de compañía: identificando causas, proponiendo soluciones
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Abandono de animales de compañía: identificando causas, proponiendo soluciones
Abandono de animales de compañía: identificando causas, proponiendo soluciones
El Febrero de 2005 se celebró en Barcelona el segundo evento sobre CIPLAE organizado por la Fundación Altarriba. A continuación os presentamos la ponencia expuesta por Kepa Tamames de la asociación ATEA
Según los datos ofrecidos por algunas de las entidades más fiables en la materia, las cifras de abandonos de animales de compañía[1] no han experimentado un gran cambio en los últimos quince años, a pesar de que la sociedad, en teoría, sí parece haber dado pasos importantes en cuanto a su sensibilidad hacia el respeto por los animales en general. Y el hecho de que se trate de aquellos seres con los que la comunidad humana ha establecido un vínculo emocional más estrecho no hace sino aportar un elemento de preocupación en los colectivos de defensa de los animales.
Quienes hace casi dos décadas participaron activamente en la inolvidable campaña del “Él nunca lo haría”, tuvieron la razonable impresión de que estábamos ante un camino sin retorno hacia la erradicación del vergonzante abandono de animales de compañía. Tanto la frase elegida como la imagen de aquel perrazo mirándonos acusador desde el centro de una solitaria carretera siguen hoy vivos en la memoria de mucha gente, incluso de aquellos que no tienen una vinculación especial con la protección animal. El impacto del mensaje hacía albergar grandes esperanzas.
Pero el paso del tiempo se ha mostrado tan implacable como cruel, mostrándonos cómo año tras año un ejército de reos inocentes traspasan las puertas de los albergues para no salir con vida nunca más. El sentido común invita a pensar que algo ha fallado en nuestra pulcra sociedad para que, al mismo tiempo, se hayan alcanzado altas cotas de bienestar social para los humanos y se sigan despreciando los intereses más básicos de los animales con los que tenemos una empatía más desarrollada.
El imaginario popular sigue creyendo que el acto físico del abandono tiene lugar casi siempre en entornos despoblados, y que sigue un guión más o menos preestablecido, con coche que para, una puerta que se abre y un perro que desciende creyendo que ha llegado la hora del paseo. Pero la puerta vuelve a su sitio y el coche arranca dejando atrás al desconcertado animal. Puede que aún existan escenas como la descrita, pero ciertamente constituyen hoy día un porcentaje residual. Nadie es tan torpe como para deshacerse del Toby de turno con esta parafernalia, pudiendo dejarlo con absoluta impunidad en la perrera más cercana. Porque es así como hoy se abandona en España, por encima de autonomías o color político de quien las gobierne. Por lo general, la administración correspondiente no pone especiales obstáculos al ciudadano o ciudadana equis que desee dejar al gato o al perro en recepción, a la espera de una muerte a corto plazo que se produce en ocho de cada diez casos.
En el fenómeno que nos ocupa, una de las cuestiones que llama poderosamente la atención es la de que el acto del abandono está específicamente prohibido por numerosas normativas a lo largo y ancho de nuestra geografía, contemplándose importantes sanciones económicas para quienes lo pongan en práctica. Es por ello por lo que no es fácil entender cómo es posible que cada año entre cien mil y doscientos mil animales de compañía acaben en algún centro de acogida, y que la mayoría tengan que ser sacrificados ante la imposibilidad de ofrecerles una vida digna. No resulta fácil de comprender si se es un ingenuo. Pero a poca lógica que le echemos al asunto, descubrimos que este panorama desolador sólo es posible con grandes dosis de falta de voluntad y de sensibilidad política.
Hasta aquí un acercamiento somero de cuál es la cruda realidad de los animales abandonados en nuestro país. Procede ahora tratar de identificar las causas, el origen real y los hechos que posibilitan todo este desastre que parece no tener fin. Ya hemos hablado de las facilidades que ofrecen la mayoría de los ayuntamientos a quien quiera deshacerse de su hasta entonces amigo. Así, un venerable padre de familia puede desprenderse del perro o del gato con solo llevarlo al centro de acogida (sería más propio utilizar aquí la expresión “de recogida”, en su sentido más literal) y hacérselo saber al operario que le atienda, al que puede confesarle incluso que el animal está enfermo y que no está dispuesto a costear el tratamiento veterinario, o que le desagrada ver cómo se deteriora en la última etapa de su vida, o que no soporta por más tiempo los constantes ladridos de un animal que no ha conocido otro mundo que el que permite una cadena de tres metros. De nada servirá la normativa que obliga a los dueños[2] a “mantenerlo en buenas condiciones higiénico-sanitarias, procurándole instalaciones adecuadas para su cobijo, proporcionándole alimentación y bebida, prestándole asistencia veterinaria y dándole oportunidad de ejercicio físico y atendiéndole de acuerdo con sus necesidades fisiológicas y etológicas en función de su especie y raza”.[3] Procedería en una escena como ésta que los responsables del albergue recordaran a los usuarios que el centro se encarga de acoger a animales abandonados (sin dueño conocido), no a los que sí lo tienen, como es el caso del ejemplo. Sería deseable así mismo que se informase de manera exhaustiva sobre las obligaciones que contempla la normativa para los tutores de los animales. Pero la todopoderosa administración convertirá lo que objetivamente es un miserable acto de abandono en una “cesión”. Con esta cabriola jurídico-lingüística, el ayuntamiento correspondiente evita entrar en polémica con el ciudadano, blindándose de paso ante posibles críticas de los colectivos defensores de los animales, y consiguiendo al mismo tiempo el objetivo último de la mayoría de las leyes que se nos presentan con la seductora etiqueta de “proteccionistas”: hacer desaparecer de la vía pública la patética figura del perro errante, por cuestiones de carácter tanto estético como sanitario.
Acabamos de toparnos con una de las causas principales del problema, que no es otra que la relajación institucional, la falta de voluntad administrativa. Sin una política de estricto cumplimiento de la normativa, poco pueden hacer las cientos de abnegadas personas que diariamente se dejan el alma por los más desheredados de la sociedad. Sin el apoyo legal y moral del gobierno autónomo, de la diputación o del ayuntamiento correspondiente, el trabajo de los voluntarios y voluntarias siempre estará más cerca de un puzzle imposible que de una labor gestora eficaz.
Pero para identificar las demás causas que derivan en el abandono y sacrificio masivo de animales de compañía no tenemos que irnos muy lejos. Quienes realmente conocen el tema, no dudan en afirmar que tres de cada cuatro animales que acaban en una perrera son el resultado de camadas fortuitas o de apareamientos irresponsables. He aquí la piedra angular alrededor de la cual gira buena parte del problema. Por ello, y salvo cuando existan razones estrictamente terapéuticas[4], hacer procrear a nuestros animales de manera caprichosa y/o permitir que tengan descendencia como si de un juego sin riesgos se tratase, sigue siendo la mecha que desencadena buena parte de la tragedia. Afirmar que los animales resultantes de los apareamientos son adoptados por el entorno no deja de ser un argumento bienintencionado, pues con frecuencia personas en principio receptoras se desdicen poco antes de hacerse cargo de los animales, iniciando éstos un periplo cuyo final todos conocemos.
Al factor mencionado se añade la aparentemente irrefrenable tendencia social a adquirir animales en criaderos profesionales, con lo que ello supone directa y subsidiariamente para las víctimas, explotadas en éstos negocios, y que suelen ser asumidas como simples números en los albaranes más que como seres con sentimientos. Ellas serán quienes al final sufran las consecuencias de la quiebra del negocio o de una “producción” excesiva. Los desheredados entre los animales de compañía, lamentablemente, siguen siendo los mestizos, como lo demuestra la conocida escena en la que el niño pregunta al desconocido por la raza (cuando no por la “marca”) del perro que le acompaña, sintiéndose algo defraudado cuando se le responde que no tiene una definida.
Parece claro que estamos ante un problema fundamentalmente de carácter moral, pero que también tiene su lado matemático. Así, si quienes tienen la imperiosa necesidad afectiva de convivir con animales los adoptaran de un refugio en lugar de adquirirlos a negocios concebidos como tales o incentivar a conocidos para que sus animales tengan descendencia, la tragedia se vería reducida a la mínima expresión. En este sentido, los números no dejan lugar a la duda.
Como último factor de corrección, parece claro que difícilmente se puede abordar el problema si no se establece el protocolo correspondiente para el control estadístico de los mismos. Detrás de cada animal (de cualquiera en general, y de los de compañía en particular) debe haber una persona jurídica responsable del mismo a todos los niveles, que le proporcione una existencia acorde con sus necesidades tanto físicas como emocionales, que asuma las consecuencias de posibles daños a terceros, y que de cuenta a la administración de cualquier pormenor importante en la vida del animal. En consecuencia, los animales a nuestro cargo deben estar adecuadamente controlados por sus tutores, y éstos a su vez por la administración, quien debe exigir a los mismos que faciliten cuantos datos se consideren relevantes, como la adquisición, el extravío, el fallecimiento o el cambio de titular. Tal escenario, que parece una utopía en estos momentos, necesita sin embargo en la práctica poco más que voluntad gestora y un mínimo de sensibilidad hacia el sufrimiento no humano. La vida administrativa cotidiana afronta cada día situaciones notablemente más complejas que la descrita, por lo que no resulta difícil concluir que el poder establecido no pone soluciones por simple falta de interés, asumiendo una relajación moral inaceptable en una sociedad que se denomina sí misma “éticamente progresista”. Evaluar con rigor en qué medida este hecho se halla condicionado por cuestiones de imagen y en consecuencia por intereses políticos, es algo que merece una reflexión aparte.
Parece claro que la severa falta de recursos que se observa a menudo en el mundo de la defensa de los animales da alas a una administración que hoy sigue viendo el problema desde su vertiente sanitaria, y no tanto como lo que realmente es, una obligación ética sin contraprestaciones. Sin embargo, las escasas herramientas con las que cuenta el movimiento proteccionista pueden ser optimizadas a través de determinadas estrategias y políticas gestoras. Y éste es el gran reto al que nos enfrentamos desde esta parte del escenario.
[1] Como apunto en otra parte del artículo, el lenguaje cotidiano utilizado es un fiel reflejo de nuestra ideología, de nuestra escala de valores. En tal sentido, me referiré a los animales que mantenemos como compañeros a nuestro lado sin más pretensiones que la de una relación satisfactoria para todas las partes, como animales de compañía, aunque el término no me agrada en absoluto. Desprende un tufillo demasiado evidente a relación entre dueño y propiedad, en la que la función de ésta segunda no pasa de ser la de proporcionar el placer de la compañía a quien la posee. Aunque no estemos demasiado familiarizados con el término, supongo que sería más adecuado alguno del tipo animales bajo tutela.
[2] Utilizo el término popular por cuestiones de tipo práctico, aunque me parece más apropiado el de “tutor/tutora”. Siguiendo con el tema del lenguaje, algo similar cabe decir de otros vocablos como “perrera”, que nos recuerda más a un almacén de objetos inertes que a un lugar de acogida para necesitados. O, en el lado opuesto, la terminología eufemística (y por lo tanto mentirosa) que incluye expresiones maquilladas como la de “Centro de protección Animal”.
[3] Es lo que establece la normativa genérica vigente en la materia en la Comunidad Autónoma del País Vasco (artículo 4.1. de la LEY 6/1993, de 29 de octubre, de Protección de los Animales).
[4] Podríamos en este punto detenernos a analizar cuánto tiene de verdad y cuánto de leyenda urbana la creencia generalizada según la cual resulta beneficioso para las hembras de perros y gatos tener descendencia al menos una vez en la vida. Hasta donde yo sé, no existe documento profesional alguno con suficiente solvencia como para zanjar la cuestión, siendo más bien factores de índole emocional (y más que probablemente también económica) los que tienen peso en este apartado.
El Febrero de 2005 se celebró en Barcelona el segundo evento sobre CIPLAE organizado por la Fundación Altarriba. A continuación os presentamos la ponencia expuesta por Kepa Tamames de la asociación ATEA
Según los datos ofrecidos por algunas de las entidades más fiables en la materia, las cifras de abandonos de animales de compañía[1] no han experimentado un gran cambio en los últimos quince años, a pesar de que la sociedad, en teoría, sí parece haber dado pasos importantes en cuanto a su sensibilidad hacia el respeto por los animales en general. Y el hecho de que se trate de aquellos seres con los que la comunidad humana ha establecido un vínculo emocional más estrecho no hace sino aportar un elemento de preocupación en los colectivos de defensa de los animales.
Quienes hace casi dos décadas participaron activamente en la inolvidable campaña del “Él nunca lo haría”, tuvieron la razonable impresión de que estábamos ante un camino sin retorno hacia la erradicación del vergonzante abandono de animales de compañía. Tanto la frase elegida como la imagen de aquel perrazo mirándonos acusador desde el centro de una solitaria carretera siguen hoy vivos en la memoria de mucha gente, incluso de aquellos que no tienen una vinculación especial con la protección animal. El impacto del mensaje hacía albergar grandes esperanzas.
Pero el paso del tiempo se ha mostrado tan implacable como cruel, mostrándonos cómo año tras año un ejército de reos inocentes traspasan las puertas de los albergues para no salir con vida nunca más. El sentido común invita a pensar que algo ha fallado en nuestra pulcra sociedad para que, al mismo tiempo, se hayan alcanzado altas cotas de bienestar social para los humanos y se sigan despreciando los intereses más básicos de los animales con los que tenemos una empatía más desarrollada.
El imaginario popular sigue creyendo que el acto físico del abandono tiene lugar casi siempre en entornos despoblados, y que sigue un guión más o menos preestablecido, con coche que para, una puerta que se abre y un perro que desciende creyendo que ha llegado la hora del paseo. Pero la puerta vuelve a su sitio y el coche arranca dejando atrás al desconcertado animal. Puede que aún existan escenas como la descrita, pero ciertamente constituyen hoy día un porcentaje residual. Nadie es tan torpe como para deshacerse del Toby de turno con esta parafernalia, pudiendo dejarlo con absoluta impunidad en la perrera más cercana. Porque es así como hoy se abandona en España, por encima de autonomías o color político de quien las gobierne. Por lo general, la administración correspondiente no pone especiales obstáculos al ciudadano o ciudadana equis que desee dejar al gato o al perro en recepción, a la espera de una muerte a corto plazo que se produce en ocho de cada diez casos.
En el fenómeno que nos ocupa, una de las cuestiones que llama poderosamente la atención es la de que el acto del abandono está específicamente prohibido por numerosas normativas a lo largo y ancho de nuestra geografía, contemplándose importantes sanciones económicas para quienes lo pongan en práctica. Es por ello por lo que no es fácil entender cómo es posible que cada año entre cien mil y doscientos mil animales de compañía acaben en algún centro de acogida, y que la mayoría tengan que ser sacrificados ante la imposibilidad de ofrecerles una vida digna. No resulta fácil de comprender si se es un ingenuo. Pero a poca lógica que le echemos al asunto, descubrimos que este panorama desolador sólo es posible con grandes dosis de falta de voluntad y de sensibilidad política.
Hasta aquí un acercamiento somero de cuál es la cruda realidad de los animales abandonados en nuestro país. Procede ahora tratar de identificar las causas, el origen real y los hechos que posibilitan todo este desastre que parece no tener fin. Ya hemos hablado de las facilidades que ofrecen la mayoría de los ayuntamientos a quien quiera deshacerse de su hasta entonces amigo. Así, un venerable padre de familia puede desprenderse del perro o del gato con solo llevarlo al centro de acogida (sería más propio utilizar aquí la expresión “de recogida”, en su sentido más literal) y hacérselo saber al operario que le atienda, al que puede confesarle incluso que el animal está enfermo y que no está dispuesto a costear el tratamiento veterinario, o que le desagrada ver cómo se deteriora en la última etapa de su vida, o que no soporta por más tiempo los constantes ladridos de un animal que no ha conocido otro mundo que el que permite una cadena de tres metros. De nada servirá la normativa que obliga a los dueños[2] a “mantenerlo en buenas condiciones higiénico-sanitarias, procurándole instalaciones adecuadas para su cobijo, proporcionándole alimentación y bebida, prestándole asistencia veterinaria y dándole oportunidad de ejercicio físico y atendiéndole de acuerdo con sus necesidades fisiológicas y etológicas en función de su especie y raza”.[3] Procedería en una escena como ésta que los responsables del albergue recordaran a los usuarios que el centro se encarga de acoger a animales abandonados (sin dueño conocido), no a los que sí lo tienen, como es el caso del ejemplo. Sería deseable así mismo que se informase de manera exhaustiva sobre las obligaciones que contempla la normativa para los tutores de los animales. Pero la todopoderosa administración convertirá lo que objetivamente es un miserable acto de abandono en una “cesión”. Con esta cabriola jurídico-lingüística, el ayuntamiento correspondiente evita entrar en polémica con el ciudadano, blindándose de paso ante posibles críticas de los colectivos defensores de los animales, y consiguiendo al mismo tiempo el objetivo último de la mayoría de las leyes que se nos presentan con la seductora etiqueta de “proteccionistas”: hacer desaparecer de la vía pública la patética figura del perro errante, por cuestiones de carácter tanto estético como sanitario.
Acabamos de toparnos con una de las causas principales del problema, que no es otra que la relajación institucional, la falta de voluntad administrativa. Sin una política de estricto cumplimiento de la normativa, poco pueden hacer las cientos de abnegadas personas que diariamente se dejan el alma por los más desheredados de la sociedad. Sin el apoyo legal y moral del gobierno autónomo, de la diputación o del ayuntamiento correspondiente, el trabajo de los voluntarios y voluntarias siempre estará más cerca de un puzzle imposible que de una labor gestora eficaz.
Pero para identificar las demás causas que derivan en el abandono y sacrificio masivo de animales de compañía no tenemos que irnos muy lejos. Quienes realmente conocen el tema, no dudan en afirmar que tres de cada cuatro animales que acaban en una perrera son el resultado de camadas fortuitas o de apareamientos irresponsables. He aquí la piedra angular alrededor de la cual gira buena parte del problema. Por ello, y salvo cuando existan razones estrictamente terapéuticas[4], hacer procrear a nuestros animales de manera caprichosa y/o permitir que tengan descendencia como si de un juego sin riesgos se tratase, sigue siendo la mecha que desencadena buena parte de la tragedia. Afirmar que los animales resultantes de los apareamientos son adoptados por el entorno no deja de ser un argumento bienintencionado, pues con frecuencia personas en principio receptoras se desdicen poco antes de hacerse cargo de los animales, iniciando éstos un periplo cuyo final todos conocemos.
Al factor mencionado se añade la aparentemente irrefrenable tendencia social a adquirir animales en criaderos profesionales, con lo que ello supone directa y subsidiariamente para las víctimas, explotadas en éstos negocios, y que suelen ser asumidas como simples números en los albaranes más que como seres con sentimientos. Ellas serán quienes al final sufran las consecuencias de la quiebra del negocio o de una “producción” excesiva. Los desheredados entre los animales de compañía, lamentablemente, siguen siendo los mestizos, como lo demuestra la conocida escena en la que el niño pregunta al desconocido por la raza (cuando no por la “marca”) del perro que le acompaña, sintiéndose algo defraudado cuando se le responde que no tiene una definida.
Parece claro que estamos ante un problema fundamentalmente de carácter moral, pero que también tiene su lado matemático. Así, si quienes tienen la imperiosa necesidad afectiva de convivir con animales los adoptaran de un refugio en lugar de adquirirlos a negocios concebidos como tales o incentivar a conocidos para que sus animales tengan descendencia, la tragedia se vería reducida a la mínima expresión. En este sentido, los números no dejan lugar a la duda.
Como último factor de corrección, parece claro que difícilmente se puede abordar el problema si no se establece el protocolo correspondiente para el control estadístico de los mismos. Detrás de cada animal (de cualquiera en general, y de los de compañía en particular) debe haber una persona jurídica responsable del mismo a todos los niveles, que le proporcione una existencia acorde con sus necesidades tanto físicas como emocionales, que asuma las consecuencias de posibles daños a terceros, y que de cuenta a la administración de cualquier pormenor importante en la vida del animal. En consecuencia, los animales a nuestro cargo deben estar adecuadamente controlados por sus tutores, y éstos a su vez por la administración, quien debe exigir a los mismos que faciliten cuantos datos se consideren relevantes, como la adquisición, el extravío, el fallecimiento o el cambio de titular. Tal escenario, que parece una utopía en estos momentos, necesita sin embargo en la práctica poco más que voluntad gestora y un mínimo de sensibilidad hacia el sufrimiento no humano. La vida administrativa cotidiana afronta cada día situaciones notablemente más complejas que la descrita, por lo que no resulta difícil concluir que el poder establecido no pone soluciones por simple falta de interés, asumiendo una relajación moral inaceptable en una sociedad que se denomina sí misma “éticamente progresista”. Evaluar con rigor en qué medida este hecho se halla condicionado por cuestiones de imagen y en consecuencia por intereses políticos, es algo que merece una reflexión aparte.
Parece claro que la severa falta de recursos que se observa a menudo en el mundo de la defensa de los animales da alas a una administración que hoy sigue viendo el problema desde su vertiente sanitaria, y no tanto como lo que realmente es, una obligación ética sin contraprestaciones. Sin embargo, las escasas herramientas con las que cuenta el movimiento proteccionista pueden ser optimizadas a través de determinadas estrategias y políticas gestoras. Y éste es el gran reto al que nos enfrentamos desde esta parte del escenario.
[1] Como apunto en otra parte del artículo, el lenguaje cotidiano utilizado es un fiel reflejo de nuestra ideología, de nuestra escala de valores. En tal sentido, me referiré a los animales que mantenemos como compañeros a nuestro lado sin más pretensiones que la de una relación satisfactoria para todas las partes, como animales de compañía, aunque el término no me agrada en absoluto. Desprende un tufillo demasiado evidente a relación entre dueño y propiedad, en la que la función de ésta segunda no pasa de ser la de proporcionar el placer de la compañía a quien la posee. Aunque no estemos demasiado familiarizados con el término, supongo que sería más adecuado alguno del tipo animales bajo tutela.
[2] Utilizo el término popular por cuestiones de tipo práctico, aunque me parece más apropiado el de “tutor/tutora”. Siguiendo con el tema del lenguaje, algo similar cabe decir de otros vocablos como “perrera”, que nos recuerda más a un almacén de objetos inertes que a un lugar de acogida para necesitados. O, en el lado opuesto, la terminología eufemística (y por lo tanto mentirosa) que incluye expresiones maquilladas como la de “Centro de protección Animal”.
[3] Es lo que establece la normativa genérica vigente en la materia en la Comunidad Autónoma del País Vasco (artículo 4.1. de la LEY 6/1993, de 29 de octubre, de Protección de los Animales).
[4] Podríamos en este punto detenernos a analizar cuánto tiene de verdad y cuánto de leyenda urbana la creencia generalizada según la cual resulta beneficioso para las hembras de perros y gatos tener descendencia al menos una vez en la vida. Hasta donde yo sé, no existe documento profesional alguno con suficiente solvencia como para zanjar la cuestión, siendo más bien factores de índole emocional (y más que probablemente también económica) los que tienen peso en este apartado.
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